San Salvador en ruinas
Antes del temblor hubo un ruido subterráneo. Fue un ruido seco, cavernoso, que hizo crujir las paredes de adobe y los techos de teja. Como si una gran serpiente se acomodara en su guarida justo debajo de la ciudad. San Salvador amanecía intranquila la madrugada del 14 de abril de 1854.
Según las crónicas de aquel día, que recogieron las impresiones de los habitantes de la capital, –y que recopiló el historiador Jorge Lardé y Larín– el retumbo en el subsuelo ocurrió a las 5:30 a.m. y fue descrito como «un trueno oído a gran distancia». Era Viernes Santo y ese sismo solo fue el principio de una mañana angustiosa.
Hubo una serie de temblores que se sucedieron hasta las diez de la mañana. Uno después del otro con intervalos de entre cinco a veinte minutos. No era la Semana Santa que nadie esperaba, pero la gente trató de guardar la calma, seguir con la solemnidad de la fiesta y no pensar que era una especie de castigo divino. El viernes terminó con el Santo Entierro y, gradualmente, todo fue volviendo a la normalidad durante el sábado. Para el Domingo de Resurrección, el valle pintó una atmósfera despejada y la monotonía propia de aquel largo sueño tropical volvió al apacible poblado de 25,000 personas.
Cayó la noche bajo el calor característico de la época. Ya en la cama –a las 9:30 p.m.– un fuerte temblor despertó a los capitalinos. Los perros ladraban más de lo habitual ante la inquietud de sus amos y sus sentidos más perceptivos. Esta vez no hubo ruidos que antecedieran a la energía que sacudió la tierra. Muchas familias salieron despavoridas de sus casas entre la penumbra. Y los vecinos se fueron reuniendo poco a poco en las calles de la ciudad. Algunos decidieron acampar en las plazas públicas temiendo que, si volvían a sus camas, podían quedar soterrados ante un nuevo sismo. Otros prefirieron hacer vigilia en sus espaciosos patios interiores.
Años después de aquella noche, el periodista y arqueólogo estadounidense Ephraim Squier escribió que esos patios llenos
de árboles y flores eran de fácil acceso y puntos seguros ante un terremoto. «El pueblo le debe su supervivencia a estos patios», escribió en su libro Notas de Centroamérica, en particular los Estados
de El Salvador y Honduras de 1855. La noche del Domingo de Resurrección, muchos buscaron esos refugios. Ahí trataron de descansar, conciliar un poco el sueño. Pero a 55 minutos de la medianoche, un furioso terremoto azotó el valle y desmanteló la ciudad. Diez segundos bastaron para que todo–todo– se viniera a pique. El sismo fue rápido y brutal.
«El ruido de los templos, torres, casas que caían era espantoso. Una nube de polvo ahogaba a los afligidos habitantes, sin encontrarse una gota
de agua ni para desalterarse ni para acudir a la multitud de personas medio asfixiadas o acometidas de violentos ataques, que por donde quiera reclamaban auxilio, porque las cañerías y las fuentes públicas quedaron rotas o secas en el acto, son muy contadas las casas particulares que han quedado en pie, aunque de todo punto inhabitables», se narró en una crónica redactada para el Boletín Extraordinario de Gobierno. San Salvador estaba, nuevamente, por los suelos.
La necesidad de mover la capital
La impotencia se apoderó de los pobladores mientras retiraban escombros y buscaban sobrevivientes. Muchos se habían encomendado a Dios y a los santos durante la misa o las procesiones de esa semana, pero en el calor espeso de la noche fúnebre, los pobladores se aglomeraron en las plazas para orar y
de rodillas gritaron piedad, «expresando la desesperación por la pérdida de hijos y deudos sepultados bajo los escombros», según la misma crónica del Boletín. Un drama que quedó registrado para siempre en un dibujo del viajero franco-polaco Arnold Boscowitz, donde hombres y mujeres imploran al cielo con crucifijos en sus manos, mientras se encuentran tirados en las calles.
Se cayó la torre del reloj de la Catedral (ahora iglesia
El Rosario), la iglesia Santo Domingo y el colegio La Asunción. El recuento de daños también incluyó el nuevo edificio de la universidad y la mitad del templo de La Merced se vino abajo.
Los documentos oficiales constatan que, aún a ciegas en la oscuridad de la noche y entre los escombros, la gente percibió un intenso olor a azufre como si un respiradero del volcán de
San Salvador se estuviera abriendo bajo sus pies. Según la cronología de sismos destructivos del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales de El Salvador, el terremoto en la noche del 16 de abril tuvo una magnitud de 6.6 en la escala de Richter y su epicentro fue al sudeste del cercano cerro
San Jacinto.
Al amanecer, los capitalinos apreciaron, por fin, la verdadera dimensión de la catástrofe. Las calles estaban obstruidas con paredes caídas, los techos totalmente desplomados, maderas desperdigadas entre los escombros.
Las pocas paredes que quedaban en pie parecían pender en un hilo para derrumbarse. Los días posteriores al terremoto fueron difíciles y afloró lo peor del ser humano.
Según la investigación del historiador Carlos Cañas Dinarte, bandas de saqueadores comenzaron a rondar por el destrozado San Salvador, llevándose lo que quedaba de valor entre las ruinas. Las autoridades, aún sorprendidas por el estado de calamidad, ordenaron ajusticiar a los ladrones.
José de San Martín tenía apenas un mes de haber tomado posesión como Presidente de la República. Era un militar hondureño de 42 años de edad con un rostro marcado por ojeras profundas, que se radicó desde su niñez en Chalatenango y que siendo conservador batalló contra el integracionista Francisco Morazán. Ya había liderado ejércitos y vivido exilios, pero nunca había estado a cargo de una ciudad destruida.
Desde los primeros días, San Martín tuvo que lidiar con el estupor de la tragedia y la presión de algunas de las familias más influyentes de San Salvador que exigían no revivir nunca más aquel drama. Tan solo 15 años antes –en 1839– muchas de las casas de la ciudad se habían derrumbado por otro sismo y en 1831 pasó lo mismo. Desde su origen, era la décima ocasión en la que San Salvador se venía al suelo. Un círculo vicioso que parecía no dar tregua.
La mudanza obligada a Cojutepeque fue de nuevo la primera opción como en 1839. El Gobierno se trasladó a ese poblado de inmediato, dejando atrás las ruinas de San Salvador. ¿Y después? ¿Volver a la antigua ciudad para terminar entre escombros al cabo de unos años? La capital de Guatemala había cambiado su ubicación hace 81 años. En Cojutepeque, las voces que demandaban no volver al valle de las Hamacas rodearon al general San Martín y su círculo cercano. Por ello, el 27 de abril de 1854, el Supremo Gobierno comisionó a cinco hombres buscar el lugar ideal para fundar una nueva capital. Debían de encontrar una tierra «firme y capaz para una gran población, de buena temperatura, con buenas y abundantes aguas y terrenos fértiles en sus inmediaciones». La comisión emprendió su camino en seguida.
El sitio ideal
Luego de varias visitas, la comisión recomendó reubicar
San Salvador en un sitio cercano al actual pueblo de Huizúcar –y según la Cronología de Santa Tecla, de CONCULTURA– ahí trasladaron imágenes, ornamentos y el órgano de la iglesia de
la capital. Sin embargo, el lunes 8 de mayo de 1854, el mismo presidente San Martín fue a conocer el lugar y quedó sumamente decepcionado. Para él, aquel lugar además de «ser estrecho carece de condiciones indispensables».
En seguida, nombró una segunda comisión conformada por el expresidente Francisco Dueñas, Baltazar Bogen, Felipe Chávez, Manuel Muñoz y los señores Padilla y Durán. Casi dos meses después del terremoto que desoló San Salvador –el domingo, 4 de junio de 1854– la Comisión rindió un informe al presidente que se retomó en la Gaceta del Salvador:
«La Comisión ha fijado su vista en la llanura de Santa Tecla por ser un punto que agrada a la generalidad de los habitantes de San Salvador, tanto por su inmediación y su camino carretero, como por la salubridad, frescura de su temperamento, a inmediación del puerto de La Libertad y otras favorables circunstancias».
Así se escribió por primera vez la idea de edificar una ciudad en la antigua hacienda Santa Tecla. Dos días después, 140 de las personas más destacadas de la capital –todos hombres– firmaron y entregaron un persuasivo escrito al Supremo Gobierno enumerando los motivos por los que debían fundar ahí una nueva capital. Parte de la misiva alega que reparar las ruinas de San Salvador implica el mismo gasto que levantar una nueva desde los cimientos.
«A nuestro modo de ver es imprudente y talvez inhumano pensar en la reedificación; porque si hoi, por un designio providencial hemos salvado la vida, quien sabe si mañana nosotros mismos ó nuestros hijos queden sepultados en las ruinas de otra catástrofe acaso de mayor magnitud. Si culpamos a nuestros mayores por haber situado la ciudad en un lugar tan inseguro y poco conveniente cuando la población era apenas un tercio de lo que es hoi ¿con cuanta mayor razón nos ecsecrarán las jeneraciones venideras, si después de esta ruina perpetuamos el mal cuando ya la población sea tan numerosa?
Nosotros, pues, deseamos no merecer estas ecseraciones: queremos legar a nuestros hijos un abrigo seguro: apetecemos para el Salvador una capital digna de su nombre; y por tanto deseamos que se acuerde la traslación a la llanura de Santa Tecla…», reza parte de aquella carta que llegó a manos del general San Martín.
Más cerca del mar
Hubo otro hecho que marcó el año de 1854 en El Salvador y el nacimiento de Santa Tecla. Uno menos conocido que el devastador terremoto que desoló su capital. Tan solo unos meses antes, exactamente el domingo 8 de enero de 1854, el barco de vapor «El Primero» fondeó en las costas salvadoreñas del Océano Pacífico. Un acontecimiento que comenzaría una revolución para los habitantes de nuestro país, hasta esa fecha aislado casi por completo del mundo. Fue la primera vez que un vapor comercial arribó a la costa.
Estos navíos habían comenzado a llegar a los puertos centroamericanos unos años antes. La abrumadora mayoría venía de los Estados Unidos. Con la conquista de California en 1846, el gobierno del país norteamericano se enfrentaba al reto de poblar la costa oeste y unificarla con el resto de la nación. Pero, sin un ferrocarril, la tarea era azarosa. La ruta no era sencilla. Un vapor zarpaba desde Nueva York y navegaba hacia el sur hasta llegar a Panamá. La travesía continuaba cuando los pasajeros bajaban del barco y cruzaban hasta el lado del Pacífico por vías terrestres.
Allí, abordaban otro navío que los transportaba desde Centroamérica hasta la bahía de San Francisco. El barco iba atracando en los principales puertos de la costa. Todo el viaje podía durar más de dos meses. La ruta tuvo su auge por la Fiebre del Oro de California en 1848.
Estos cambios y nuevas rutas comerciales no pasaban inadvertidos para los salvadoreños. El viernes 25 de mayo de 1849 se escribió en la Gaceta del Salvador que «el progreso y la civilización de un país se obtiene por el comercio. Fenómenos de distinta naturaleza anuncian al continente americano la hora próxima de su transformación. El vapor ha comenzado a surcar nuestros mares y
él despertará por todas partes el espíritu de empresa y nos sacará del letargo en que hemos permanecido». Según la investigación del arqueólogo e historiador Roberto Gallardo, era la primera vez que El Salvador estaba en una ruta naviera. Antes del gran imperio de la Pacific Mail Steamship Company, solo dos barcos llegaban a los puertos salvadoreños cada mes; después de unas décadas, ese número se incrementó a 63 embarcaciones. Los puertos de La Unión, La Libertad y Acajutla eran esas ventanas al mundo. Los puertos eran también por donde se exportaba la floreciente cosecha de la industria caficultora.