Santa-Tecla

Nuestro Origen 

Fecha: Oct 23, 2023

Categoría: Santa Tecla

La hacienda Santa Tecla 

El holandés Jacobo Haefkens tenía alma de cronista. Sus notas y bitácoras eran casi tan preciadas para él como su querida hija Johana. Esos escritos le permitían revivir detalles de aquel viaje tan alucinante al trópico. Y embriagado con los colores, los olores y las formas, Haefkens apuntaba todo aquello que lo estremecía, como un testigo fiel de esa belleza incontenible. Así lo hizo cuando llegó a la hacienda Santa Tecla en 1827. «Uno cabalga junto a una cascada que nace del corazón de las montañas y que se precipita, desde una altura de unos veinte pies, a lo largo de una pared perpendicular de roca negra», escribió el holandés, cuando pasó por el lugar que después llamaron Los Chorros. 

Hacía un año que Haefkens había sido nombrado cónsul general de Holanda para Centroamérica por el rey de los Países Bajos. Desde su designación, la misión diplomática no había sido más que una vorágine. 

Tardó casi cuatro meses en el viaje en barco de Europa a Guatemala. América Central estaba sumergida en guerras para definir su futuro después de su independencia de España. Pero esto no restó el interés del holandés por conocer cuánto pudiese de los parajes del istmo. Entró al que sería el estado de El Salvador por Ahuachapán. 

El diplomático de 38 años subió la cordillera de Apaneca, donde con termómetro en mano registró 24° C a la una de la tarde. En Sonsonate serían 35° C a la sombra de un mediodía. En su camino a San Salvador pasó por Los Chorros. El caballo que lo llevaba cabalgó por la pendiente entre las paredes de roca. 

La vegetación parecía querer devorar las piedras de origen volcánico. Los despeñaderos estaban tapizados de árboles de guarumo. «Era un amontonamiento de paraguas naturales», escribió Haefkens en los apuntes que después serían parte del libro Viaje a Guatemala y Centroamérica, que se publicó originalmente en los Países Bajos.

Después de pasar por la vereda del Guarumal, como lo nombraban por esos días, llegó al valle donde se asentaba la hacienda Santa Tecla. Una vasta llanura que maravillaba a todos los que pasaban por ahí. Como un regalo al pie de un volcán, la tierra fértil se desdoblaba en una explosión de verdor. El campo era salpicado por altos árboles de hule, que había hecho que los indígenas lo llamaran «Uliman», lugar donde se cosecha el caucho. Las faldas del volcán, que se presentaron a la izquierda del holandés, eran conocidas como «Hueytepec» o Cerro Grande. A la derecha estaba una hermosa cordillera donde crecían esbeltos árboles de bálsamo. 

A aquel paraje no le faltaba nada: había riachuelos con agua cristalina, la brisa que bajaba del volcán y un concierto de aves que acompañaba a cualquier caminante. Haefkens se adentró en aquel valle idílico. En la cordillera a la derecha atisbó el casco de la hacienda. Al llegar –según se cita en el libro La historia y los cuentos de la ciudad de Las Colinas– los lugareños lo atendieron y le mostraron el tesoro que guardaban por esos días: las pieles de unos tigrillos. Esta era la hacienda que llamaban Santa Tecla. 

El catalán que veneraba a Santa Tecla 

El holandés acababa de llegar a la propiedad de Juan Palma, un español de la región de Cataluña que había arribado a esta tierra, igual que él, después de un largo periplo desde Europa, pero que había decidido quedarse ahí. Para ese entonces, Palma llevaba más de cincuenta años en aquel paraje tropical al que había decidido nombrar Santa Tecla, en honor a la santa patrona de su Tarragona natal. El catalán había mandado construir una ermita para venerar a la santa junto al casco de la hacienda, que se ubicaba cerca de donde tiempo después se llamó finca Las Delicias. En 1807, el corregidor intendente de la provincia de San Salvador, Antonio Gutiérrez y Ulloa, describió los pormenores de la propiedad en el Estado General de la Provincia de San Salvador en el Reino de Guatemala: 

«La hacienda Santa Tecla está situada al suroeste de San Salvador a tres leguas de distancia, tiene 35 caballerías de extensión (2,240 manzanas) y es de buen clima»

Allí se da el mejor maíz de la provincia, donde se recogen 3 cosechas al año, la primera llamada «Chagüite» que se siembra en febrero, en tierras húmedas; la segunda es la general que se siembra en mayo y que da hasta 300 fanegas de maíz por manzana; y la tercera es el «Tunalmil» que se siembra en octubre. También es buena para la crianza de ganado».

Pero cuando el holandés Jacobo Haefkens llegó a la hacienda Santa Tecla, esta no era ni la tercera parte de su tamaño original. Después de la independencia de España, las nuevas autoridades confiscaron todas las haciendas en manos de españoles y criollos. 

Muchas propiedades eran muy grandes, así que fueron divididas en varias parcelas. Según el libro Cronología de
Santa Tecla, del Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (CONCULTURA), la hacienda de Palma fue desmembrada entre los ciudadanos Francisco Dueñas, Crisanto Callejas, Eugenio Aguilar, José María Andrade, Guadalupe Cárcamo, Marcelo Ayala y Juan Bautista Irizarri. 

Haefkens pasó por algunas de esas propiedades en su camino a San Salvador. «El camino recorre colinas suavemente onduladas. Las montañas que uno ve a su derecha, y que no son altas, brindan un grato panorama, por estar cubiertas en su mayor parte de árboles, sobre todo al pie de las mismas», escribió el holandés. Al final, a Juan Palma le dejaron su casa y 100 manzanas de toda la planicie. Cada uno de los nuevos dueños nombraría su propiedad según su gusto. Pero aquel valle quedaría marcado por el nombre que el catalán le puso: Santa Tecla. 

La vida en la campiña siguió su curso como los riachuelos que surcan sus campos. Siempre fue un lugar de cultivos y de paso para los que se aventuraban a cruzar el barranco de Guarumal. Como la escapada del explorador norteamericano John L. Stephens –que en su libro Incidentes de viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán– narra cómo huyó de San Salvador en 1839 ante la invasión de un ejército hondureño. Ese año, la hacienda Santa Tecla aún pasaba inadvertida, pero 15 años después –en 1854– estaría en boca de todos tras una tragedia que marcó para siempre al naciente estado de El Salvador.

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